Comienza a ser recurrente escuchar, por parte de los propietarios, que la certificación energética es un nuevo impuesto que el gobierno se acaba de inventar. Qué a quién se le ocurre, en el momento actual, «con la que está cayendo». ¿Pero es esto verdad?. Veamos que hay de cierto.
La verdad es que, con el objetivo de dar transparencia al mercado inmobiliario en materia de eficiencia energética, incentivar la rehabilitación de las viviendas y la reducción de las emisiones de efecto invernadero en el campo edificatorio, la Unión Europea publicó en el año 2002 una Directiva que obliga a los países miembros, entre otra serie de cuestiones, a que las viviendas en venta o alquiler ofrecieran información sobre su eficiencia energética a través de su etiquetado.
España aprobó la calificación energética bastante más tarde, en el año 2007, y lo hizo únicamente para las nuevas construcciones. Desde entonces, las viviendas nuevas han de tener un etiquetado energético. Esta información debe estar a disposición de los nuevos compradores, la deben exigir los notarios en los contratos de compraventa y debe ir dentro del libro del edificio.
Sin embargo los edificios existentes quedaron fuera de esta obligación, incumpliendo la Directiva del 2002. Por esta razón, en el año 2011, la comisión Europea abre un expediente de sanción a España.
Finalmente España aprueba la certificación energética de edificios existentes en el año 2013, siendo el último país de La Unión Europea. Si, el último tras Grecia, Estonia, Lituania…(y todos los que queráis añadir). Me temo que en esta materia hemos quedado peor que en Eurovisión.
Entonces podemos concluir que no es un impuesto que se haya inventado el gobierno en plena crisis, sino un compromiso que España ya tenía adquirido desde hace más de diez años.
Dicho todo lo anterior, también es cierto que para los propietarios de inmuebles en venta o alquiler es una nueva obligación, y por lo tanto algo impuesto. Si a ésto sumamos, que desde las administraciones no se está haciendo una campaña para explicar a la ciudadanía la utilidad que tiene el certificado para los inquilinos y para los futuros propietarios y tampoco de las múltiples ventajas que, realizar mejoras en eficiencia energética en los edificios, tiene para los propietarios. Es una labor tremendamente antipática informar a los propietarios que han de costear un certificado.
Por último, las maniobras de los especuladores e intermediarios, de siempre, sumada a la guerra de precios del mercado, parece llevar a que la calidad de las certificaciones caiga en a favor de poder ofertar precios ridículos. Está en la mano de la responsabilidad de los verdaderos profesionales, que este «nuevo impuesto» no sea además algo inútil, que no sirva a lo propósitos que lo promovieron.